Alicia Alonso pone en escena una 'Marcha del Guerrillero'. Una payasada retrovolucionaria, lo mismo que la reforma migratoria de Raúl Castro o el manifiesto de la moringa, del hermano mayor.
Como trastada por el Día de los Inocentes, Alicia Alonso le ha ordenado al Ballet Nacional de Cuba lo mismo que en El hombre de Maisinicú, aquella película cubana que ninguno de sus jóvenes bailarines ha visto: "pínchalo, pínchalo…"
En este caso, se trata de apuñalar al cadáver ahorcado, pero aún pataleante, de la Revolución y su imaginario olvidado. Nadie podrá quedarse al margen de la bestialidad: todos tendrán que embarrarse en público con su compromiso coreográfico.
Y nada mejor para esto que vestir a su compañía entera como, si en lugar de una élite estética, se tratara de obreritos obscenos de los años sesenta. Con la Marcha del Guerrillero, interpretada anacrónicamente por el coro del Instituto Cubano de Radio y Televisión (en trajes de verde olivo), Alicia Alonso se burló de todos los asistentes al Gran Teatro de La Habana ayer (con precios para extranjeros de hasta 25 CUC), en una supuesta Gala-Homenaje por el centenario del director de orquesta Enrique González Mántici.
Casi centenaria ella misma, esta payasada retrovolucionaria de Alicia Alonso recuerda a la que protagonizó hace eones Rosita Fornés, en su OVNI aterrizado en la Ciudad Deportiva (la misma Rosita Fornés que hoy viernes 28 de diciembre saldrá a escena en un concierto, acaso in memoriam a aquella capitalista travesura por el Día de los Inocentes).
Parece que la barbarie en Cuba ha mutado en bobería, y que ese será el signo popular de nuestro siglo XXI, en respuesta a la Realpolitik de un gobierno cada vez menos ideologizado pero también menos democrático, donde los derechos del ciudadano ya están secuestrados a perpetuidad detrás del telón de una transición de tramoya, bendecida en su criminalidad constitucional por todas las iglesias de esta islita abandonada a partes iguales por el exilio y por Dios.
Subir a la Sierra Maestra a cantar ópera sin acústica o retratarse con unas botas cañeras en lugar del clásico calzado de ballet: es magnífica la comicidad kitsch de estos gestos que en vano intentan disimular el poderío despótico de no pocas cuentas bancarias internacionales. Los propios bailarines charlaban y carcajeaban caóticamente mientras fingían marchar en una coda que bien podría titularse como aquella asignatura obsoleta del Ministerio de Educación: Preparación Militar Integral (PMI). Me pregunto cuántos de ellos, hilarantes en su humillación, habrán decidido esta noche desertar en la próxima misión extranjera.
Luego, como epitafio, salió a escena quien conservara durante décadas una zapatilla enterrada en secreto bajo las tablas, como tétrico talismán contra las nuevas generaciones de cenicientas con ínfulas de prima ballerina. La directora del ballet local quiso así posponer al máximo un futuro de libertad, donde nadie debería estar tan endiosado como para endilgarse el título arqueológico de Assoluta.
Lo peor fueron entonces los aplausos que nuestra neoburguesía criolla le dedicó a Alicia Alonso en lugar de caerle a trompetillas por resistirse, no tan rabiosa como ridículamente, a su inhumación institucional.
Chiste macabro, como el manifiesto de la moringa de Fidel Castro o la reumática reforma migratoria de su hermano menor, lo cierto es que salí de la Sala García Lorca con ganas de colgarme yo mismo de una guásima o preferiblemente de un caguairán: "pínchenme, pínchenme", le diría a los hampones transhistóricos de esta Cubita atroz.
Pueden clavar ahora hasta el fondo sus afilados puñales en nuestras gargantas. Les prometo que ninguna traqueotomía totalitaria, sea legal o mafiosa, va a viciar o vaciar la verdad que ya se nos incuba inocentemente en la voz. Sea, pues, este 28 de diciembre la fecha perfecta para anunciar la broma de que no hay momia militar que dure cien años ni cuerpo de baile que la resista.